CON EL ENVEJECIMIENTO
se produce un aletargamiento de muchas funciones; una actitud menos pasiva y la
participación activa en iniciativas culturales pueden favorecer el
mantenimiento de una buena e íntegra capacidad intelectual. Las facultades
mentales deben ser ejercitadas, de igual modo que las musculares y corporales.
Resulta
imposible calcular, tanto en términos económicos como energéticos, lo que cada
individuo gasta para oponerse a su propio envejecimiento, negándose además a sí
mismo la oportunidad de comprender plenamente este fenómeno. No debe por tanto
soprendernos que haya sido en estos últimos años cuando el problema del
envejecimiento ha hecho aparición en el panorama cultural, precisamente a las
puertas de modificaciones demográficas de tal envergadura que son incompatibles
con la actual organización socioeconómica. Esta ceguera mental autoinducida y
este intento de negar un “examen de la realidad” han dado lugar hasta hoy a una
actitud de falta de compromiso que, en el mejor de los casos, ha presentado una
vejez “tranquila”, “sin problemas”, “al margen de fatigas y preocupaciones”.
Nos hemos dado cuenta demasiado tarde de que este planteamiento ha sido el
principal factor responsable de la marginación. A él se han venido oponiendo
dos fenómenos en alza:
• la existencia de un tiempo “disponible” por parte de un número cada vez mayor de ancianos, junto a una voluntad de utilización activa de este tiempo;
• la imposibilidad de gestión asistencial de un número tan alto de ancianos sin que se produzca el desmoronamiento de toda la organización económica.
A la luz de todas estas consideraciones, el envejecimiento de la población se alza como la consecuencia inesperada de un progreso científico cuyo objetivo era en principio prolongar la juventud.
De esta discrepancia nace la geriatría moderna, que considera el arte de envejecer no como renuncia a la actividad y a la participación, sino como una forma de adaptación constante a éstas.
Ante el impacto del “problema geriátrico”, la cultura de nuestros días, dirigida aún a los jóvenes, se ha visto obligada a cambiar. Y es precisamente en este marco cultural cambiable en el que hay que contemplar las recientes experiencias de una gestión social, y no ya individual, de la “condición anciana”,
así como el viraje de la teoría de la falta de compromiso y del asistencialismo a la de la participación activa del anciano en la vida colectiva. Es cierto que el abandono del papel productivo y la tendencia al aislamiento pueden tener efectos desastrosos; sin embargo, dicha tendencia no es ineludible, porque la inteligencia y la afectividad no se detienen al terminar el crecimiento del organismo o al comenzar su deterioro. La capacidad de creación y de asociación del hombre puede seguir desarrollándose también durante la vejez, compensar la decadencia orgánica y de esta forma prevenir la marginación y la pérdida de autosuficiencia.
• la existencia de un tiempo “disponible” por parte de un número cada vez mayor de ancianos, junto a una voluntad de utilización activa de este tiempo;
• la imposibilidad de gestión asistencial de un número tan alto de ancianos sin que se produzca el desmoronamiento de toda la organización económica.
A la luz de todas estas consideraciones, el envejecimiento de la población se alza como la consecuencia inesperada de un progreso científico cuyo objetivo era en principio prolongar la juventud.
De esta discrepancia nace la geriatría moderna, que considera el arte de envejecer no como renuncia a la actividad y a la participación, sino como una forma de adaptación constante a éstas.
Ante el impacto del “problema geriátrico”, la cultura de nuestros días, dirigida aún a los jóvenes, se ha visto obligada a cambiar. Y es precisamente en este marco cultural cambiable en el que hay que contemplar las recientes experiencias de una gestión social, y no ya individual, de la “condición anciana”,
así como el viraje de la teoría de la falta de compromiso y del asistencialismo a la de la participación activa del anciano en la vida colectiva. Es cierto que el abandono del papel productivo y la tendencia al aislamiento pueden tener efectos desastrosos; sin embargo, dicha tendencia no es ineludible, porque la inteligencia y la afectividad no se detienen al terminar el crecimiento del organismo o al comenzar su deterioro. La capacidad de creación y de asociación del hombre puede seguir desarrollándose también durante la vejez, compensar la decadencia orgánica y de esta forma prevenir la marginación y la pérdida de autosuficiencia.
LA
INTELIGENCIA DEL ANCIANO
Ante todo, no
se puede hablar en general de un deterioro intelectual. En efecto, existen
ciertas características de la inteligencia que son resistentes a la edad, es
decir no cambian con la llegada de la vejez, sino que incluso pueden mejorar;
así por ejemplo, basta pensar en la ampliación de horizontes en relación al
conocimiento y al juicio crítico, en la capacidad de hallar soluciones más brillantes,
en las notables posibilidades de utilización del lenguaje, etc. Existen, no
obstante, ciertas facultades mentales que sufren el paso del tiempo, como la
memoria, la capacidad de concentración y la agilidad mental.
Estudios
longitudinales (esto es, estudios en los que se somete a una misma persona
a tests repetidas veces y a intervalos fijos) han demostrado que la habilidad
intelectual se deteriora antes en individuos poco dotados ya en su juventud,
mientras que la persona con un coeficiente de inteligencia inicial alto, es
decir, con el mejor “factor de inteligencia”, sufre más tarde y en medida mucho
menor esa pérdida.
Se ha observado asimismo que las modificaciones seniles en el terreno intelectual guardan relación con muchos datos biográficos: el éxito laboral y la satisfacción general por la vida y la familia dan lugar a un notable retraso en la presentación de la involución intelectual.
Las modificaciones de las posibilidades mentales a edad avanzada dependen de muchos factores: en primer lugar, del desarrollo de las facultades intelectuales, ligado al nivel educativo escolar, a la experiencia y a los cambios en ciertas situaciones básicas du rante la vida, y, en segundo lugar, del haber cultivado las facultades intelectuales durante la edad adulta, entrando así en juego el factor entrenamiento” y el grado de estimulación ambiental. Así por ejemplo se ha observado que el entrenamiento y el tipo de trabajo desarrollado ejercen una influencia enorme sobre los cambios intelectuales seniles. Los primeros en mostrar signos de involución son aquellos individuos que no han tenido que soportar una carga intelectual especial en sus años de trabajo, al haber desarrollado una actividad repetitiva no estimulante y que no requería esfuerzo alguno de adaptación. Por el contrario, se ha observado que aquellos individuos que han tenido que adaptarse continuamente a las distintas exigencias de su trabajo y enfrentarse a las tensiones de la competencia pueden presentar una mejora de sus posibilidades.
La constatación de la mayor gravedad del deterioro mental en las mujeres que en los hombres podría tener su causa en la ausencia del factor entrenamiento, pues la involución se presenta más grave en las mujeres que no han tenido que trabajar para vivir; por el contrario, las mujeres que han desarrollado una actividad laboral conservan durante mucho más tiempo sus facultades mentales.
En cualquier caso, es posible que las diferencias específicas en relación al sexo se deban a la clásica separación de papeles sociales, todos ellos en contra de una actividad intelectual femenina.
El hecho más importante que se desprende de las distintas investigaciones es que, incluso cuando la involución se presenta, no hay que pensar necesariamente en una deficiencia irreversible. Además, es mucho más grave un escaso entrenamiento mental que cualquier proceso fisiológico u orgánico, que por otro lado resulta a menudo difícil de identificar. Del mismo modo, un entrenamiento selectivo puede ser capaz de mantener unas válidas prestaciones mentales o incluso de remediar una deficiencia incipiente.
Aparte del factor entrenamiento, son también muy importantes los estímulos ambientales, tanto para el mantenimiento como para la reactivación de las facultades intelectuales. Estudios llevados a cabo en residencias de ancianos han demostrado que el individuo introducido en un ambiente estimulante, es decir capaz de proponerle actividades individuales, evidencia incluso cierta mejoría de sus facultades mentales.
La importancia de un ambiente estimulante ha sido científicamente comprobada y debería tenerse en cuenta en el tratamiento de las personas ancianas. El concepto más importante que se desprende de la investigación en el campo de la inteligencia y del aprendizaje es que estas dos facultades no tienen por qué sufrir un proceso de deterioro, del mismo modo que los ancianos no tienen por qué estar “normalmente” enfermos. Extendiendo este concepto a la actividad intelectual de los ancianos, si se espera de ellos una responsabilidad específica y en la medida justa, afrontarán con mayor entusiasmo y mejores resultados la actividad en general y la intelectual en especial. En dicho contexto, los papeles que la sociedad otorga por prejuicios a los ancianos —se espera de ellos que sean pasivos y física e intelectualmente limitados— han tenido consecuencias desastrosas. Tras toda una vida tratando de adaptarse continuamente a los esquemas sociales, muchos ancianos tienden a convertirse física y psíquicamente en sujetos inactivos.
Para terminar, cabe recordar que en medicina ha sido ampliamente reconocido que la inactividad de los músculos y del aparato locomotor provoca enfermedades y rigideces articulares que pueden conducir a la impotencia funcional absoluta.
Es así una equivocación limitar la actividad sólo al cuerpo. El dicho “el reposo oxida” puede y debe aplicarse también a la esfera mental, con mayor razón en el caso de la persona anciana.
Se ha observado asimismo que las modificaciones seniles en el terreno intelectual guardan relación con muchos datos biográficos: el éxito laboral y la satisfacción general por la vida y la familia dan lugar a un notable retraso en la presentación de la involución intelectual.
Las modificaciones de las posibilidades mentales a edad avanzada dependen de muchos factores: en primer lugar, del desarrollo de las facultades intelectuales, ligado al nivel educativo escolar, a la experiencia y a los cambios en ciertas situaciones básicas du rante la vida, y, en segundo lugar, del haber cultivado las facultades intelectuales durante la edad adulta, entrando así en juego el factor entrenamiento” y el grado de estimulación ambiental. Así por ejemplo se ha observado que el entrenamiento y el tipo de trabajo desarrollado ejercen una influencia enorme sobre los cambios intelectuales seniles. Los primeros en mostrar signos de involución son aquellos individuos que no han tenido que soportar una carga intelectual especial en sus años de trabajo, al haber desarrollado una actividad repetitiva no estimulante y que no requería esfuerzo alguno de adaptación. Por el contrario, se ha observado que aquellos individuos que han tenido que adaptarse continuamente a las distintas exigencias de su trabajo y enfrentarse a las tensiones de la competencia pueden presentar una mejora de sus posibilidades.
La constatación de la mayor gravedad del deterioro mental en las mujeres que en los hombres podría tener su causa en la ausencia del factor entrenamiento, pues la involución se presenta más grave en las mujeres que no han tenido que trabajar para vivir; por el contrario, las mujeres que han desarrollado una actividad laboral conservan durante mucho más tiempo sus facultades mentales.
En cualquier caso, es posible que las diferencias específicas en relación al sexo se deban a la clásica separación de papeles sociales, todos ellos en contra de una actividad intelectual femenina.
El hecho más importante que se desprende de las distintas investigaciones es que, incluso cuando la involución se presenta, no hay que pensar necesariamente en una deficiencia irreversible. Además, es mucho más grave un escaso entrenamiento mental que cualquier proceso fisiológico u orgánico, que por otro lado resulta a menudo difícil de identificar. Del mismo modo, un entrenamiento selectivo puede ser capaz de mantener unas válidas prestaciones mentales o incluso de remediar una deficiencia incipiente.
Aparte del factor entrenamiento, son también muy importantes los estímulos ambientales, tanto para el mantenimiento como para la reactivación de las facultades intelectuales. Estudios llevados a cabo en residencias de ancianos han demostrado que el individuo introducido en un ambiente estimulante, es decir capaz de proponerle actividades individuales, evidencia incluso cierta mejoría de sus facultades mentales.
La importancia de un ambiente estimulante ha sido científicamente comprobada y debería tenerse en cuenta en el tratamiento de las personas ancianas. El concepto más importante que se desprende de la investigación en el campo de la inteligencia y del aprendizaje es que estas dos facultades no tienen por qué sufrir un proceso de deterioro, del mismo modo que los ancianos no tienen por qué estar “normalmente” enfermos. Extendiendo este concepto a la actividad intelectual de los ancianos, si se espera de ellos una responsabilidad específica y en la medida justa, afrontarán con mayor entusiasmo y mejores resultados la actividad en general y la intelectual en especial. En dicho contexto, los papeles que la sociedad otorga por prejuicios a los ancianos —se espera de ellos que sean pasivos y física e intelectualmente limitados— han tenido consecuencias desastrosas. Tras toda una vida tratando de adaptarse continuamente a los esquemas sociales, muchos ancianos tienden a convertirse física y psíquicamente en sujetos inactivos.
Para terminar, cabe recordar que en medicina ha sido ampliamente reconocido que la inactividad de los músculos y del aparato locomotor provoca enfermedades y rigideces articulares que pueden conducir a la impotencia funcional absoluta.
Es así una equivocación limitar la actividad sólo al cuerpo. El dicho “el reposo oxida” puede y debe aplicarse también a la esfera mental, con mayor razón en el caso de la persona anciana.
La cuestión
de la “educación permanente" ha sido objeto de distintos intentos de
actuación práctica. El hombre adulto, al igual que el niño (y presumiblemente
al igual que el anciano) se siente gratificado por el conocimiento, por el
interés intelectual, por el interes intelectual, por el placer del analisis,
aunque probablemente el aprendizaje se produce segun procesos mentales propios
de cada edad de la vida.
Resulta, entre otras cosas, que la población anciana que demuestra dinamismo, disponibilidad y satisfacción en relación a las iniciativas culturales que tiene a su alcance muestra mayor interés por la calidad de los propios cursos que por la posibilidad de conseguir títulos académicos. Quienes, por el contrario, se sienten demasiado “ignorantes” o demasiado “estúpidos” o “fuera de lugar” ofrecen con estas actitudes una imagen negativa de sí mismos, que no se debe sólo a la experiencia de los cambiós fisiológicos ligados a la edad, sino que se halla también culturalmente inducida y basada en las vivencias familiares del “viejo que vuelve a la escuela” o en el miedo a perder el papel de “viejo depositario de afectos pero no de referencias culturales”.
El derecho a la educación no tiene límites de edad, pertenece al individuo no sólo hasta la adolescencia, como preparación a la formación profesional y a la vida productiva, sino durante toda la vida, como modalidad de prevención del deterioro mental, de la marginación social y de la auto- desvalorización.
La creación de estructuras educativas para la tercera edad choca con la necesidad de modificar mentalidades y actitudes tradicionales; estas instituciones representan experiencias piloto muy importantes, pero para una eficacia real de las mismas es necesaria su integración mediante al menos dos actuaciones:
‘la continuidad de los programas de educación a todas las edades de la vida (educacion permanente), pues de lo contrario se corre el riesgo de actuar cuando los cambios psicológicos (tendencia al aislamiento) o el deterioro de las funciones intelectuales constituyen ya un límite insalvable en relación a la participación en los programas;
‘la creación de instrumentos de comprobación de los efectos reales de dichos programas sobre los participantes, de su impacto sobre las actitudes sociales, que permiten además comprender qué es necesario eventualmente cambiar para conseguir los objetivos preestablecidos. Dichos instrumentos deben basarse en la valoración de las actitudes y de la capacidad de aprendizaje.
Resulta, entre otras cosas, que la población anciana que demuestra dinamismo, disponibilidad y satisfacción en relación a las iniciativas culturales que tiene a su alcance muestra mayor interés por la calidad de los propios cursos que por la posibilidad de conseguir títulos académicos. Quienes, por el contrario, se sienten demasiado “ignorantes” o demasiado “estúpidos” o “fuera de lugar” ofrecen con estas actitudes una imagen negativa de sí mismos, que no se debe sólo a la experiencia de los cambiós fisiológicos ligados a la edad, sino que se halla también culturalmente inducida y basada en las vivencias familiares del “viejo que vuelve a la escuela” o en el miedo a perder el papel de “viejo depositario de afectos pero no de referencias culturales”.
El derecho a la educación no tiene límites de edad, pertenece al individuo no sólo hasta la adolescencia, como preparación a la formación profesional y a la vida productiva, sino durante toda la vida, como modalidad de prevención del deterioro mental, de la marginación social y de la auto- desvalorización.
La creación de estructuras educativas para la tercera edad choca con la necesidad de modificar mentalidades y actitudes tradicionales; estas instituciones representan experiencias piloto muy importantes, pero para una eficacia real de las mismas es necesaria su integración mediante al menos dos actuaciones:
‘la continuidad de los programas de educación a todas las edades de la vida (educacion permanente), pues de lo contrario se corre el riesgo de actuar cuando los cambios psicológicos (tendencia al aislamiento) o el deterioro de las funciones intelectuales constituyen ya un límite insalvable en relación a la participación en los programas;
‘la creación de instrumentos de comprobación de los efectos reales de dichos programas sobre los participantes, de su impacto sobre las actitudes sociales, que permiten además comprender qué es necesario eventualmente cambiar para conseguir los objetivos preestablecidos. Dichos instrumentos deben basarse en la valoración de las actitudes y de la capacidad de aprendizaje.
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